lunes, 24 de noviembre de 2008

L'aranya Lasanya (1a part)

Aqui va la primera part d'un conte que dec a l'Elena, que va tenir la magnífica idea que una aranya es digués lasanya i que fes el que fa en comptes de teranyines... ja veureu. I això que l'Elena no suporta les aranyes. Dedicat, tot per tu Elena!


En les terres del Vallès, on, segons un poeta, tres turons fan una serra, hi vivia aquesta aranya. Al bell mig d'un bosc espès, format per quatre pins.
L'aranya Lasanya.
No sempre havia viscut aqui, però.
L'aranya Lasanya va néixer a Pàdua, localitat inmortalitzada per un altre poeta, però no el mateix d'abans, sinó un que destacà com a dramaturg. Les seves obres de teatre segueixen sent referents de la literatura occidental... però tot això la Lasanya no ho sabia. La Lasanya mai va llegir Hamlet, ni Romeu i Julieta, tot i que passejà entre els versos del Somni d'una nit d'estiu en una ocasió. A Pàdua la Lasanya havia nascut en un racó fosc i humit d'una vella biblioteca. I també d'una bella biblioteca. Havia fet les seves primeres passes no gaire lluny de l'infern de Dante, i sovint s'havia deixat caure per la secció infantil, on se sentia més viva que mai enmig de pàgines plenes de dibuixos i colors.
Ella, de llegir aquells llibrots de gegants no en sabia, però sí que entenia algunes de les paraules que els lectors humans, emocionats, llegíen de tant en tant en veu alta.
La Lasanya era molt especial i , en comptes de teranyines, feia tallarines. Era una italiana com cal, és clar! Teixia xarxes tendres de pasta fresca i , al cap d'un temps, quan s'hi havia passejat prou, se les menjava. La pasta la tornava boja, i no li calia gaire condiment.
La vella i bella biblioteca on la Lasanya saltironava entre clàssics era gran i cada dia plena de joves d'arreu del món que estudiaven a la universitat de Pàdua.
Un matí d'hivern, mentre la Lasanya lliscava de tallarina en tallarina per la secció de geografia, va sentir xiuxiuejar dues noies. No parlàven italià, sinó una llengua molt dolça que s'hi assemblava una mica, però que mai havia escoltat abans. Teníen entre mans un mapa d'un lloc anomenat Catalunya, i va arribar un noi. Aquest sí parlava italià, i així igualment li van contestar les noies. La Lasanya s'ho escoltava tot molt atenta.


(continuarà... ja tinc algunes idees...)

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Desde França amb amor

Cae la tarde en el bosque. Árboles seis veces más altos que él, rodean a Daniel, que vuelve a casa. Pisa montones de hojas que ya el otoño está haciendo caer. Oye el ruido de todas las aguas que corren montaña abajo. Si las hadas existieran vivirían aquí, piensa él. Se crió en una falda que no era la de su madre, sino la de las montañas del Pirineo francés. Solo un par de veces en su vida se había alejado de los prados verdes poblados de vacas que rodeaban Sentein, de los árboles altos y torcidos en sus bosques, de los lagos oscuros alrededor de los que hoy vigila en su trabajo como guardia forestal. Todo lo que ama está allí. O casi todo. Va pensando precisamente en eso. Tiene suerte: estudió lo que quiso, sin verse obligado a ocupar el lugar de su padre en la granja familiar, que de eso ya se encarga su hermano mayor. Y ahora trabaja libre en medio de los bosques que le tienen enamorado des de niño. Pensando en su enamoramiento piensa en ella. Se acuerda de Laura, a la que vio por última vez hace dos meses, en verano. Se da cuenta en un segundo de que la ama y de que es lo único que echa en falta. Desde el bosque húmedo, fresco y amplio piensa en la ciudad donde ella vive. Una vez, hace ya mucho, pasó a visitarla durante sus vacaciones. La ciudad de Laura no le gustó. Ni siquiera Laura parecía la misma allí. Él estaba acostumbrado a verla despreocupada en verano, en pantalón corto, subiendo sus montañas o nadando en sus lagos. En la ciudad la había encontrado nerviosa, seria, distante y en pantalón largo. Ya hacía tres años que ella pasaba al menos un mes de sus vacaciones en Sentein.

Daniel acelera el paso para llegar a casa por que ha decidido que le va a escribir un e-mail a Laura. Ella lo leerá desde su habitación pequeña, con las ventanas de aluminio cerradas para no oír los motores de los coches que, siempre con prisa, pasan delante de su casa. Mientras él lo habrá escrito ante la ventana abierta de madera, desde la que puede oír los gritos de los árboles, los cantos del agua y el silbido de la vida que corre alrededor de su pequeño y amado pueblo del Pirineo francés.
Daniel vuelve a pensar en la ciudad de Laura. Cuando la visitó le disgustó descubrir que allí Laura no vivía en una casita de planta baja con el tejado de pizarra azulada inclinado, como la suya en Sentein. En vez de eso, Laura vivía en un bloque alto de cemento grisáceo con ventanas demasiado pequeñas. La casa de Daniel estaba rodeada de jardín y prados. Alrededor del edificio de Laura lo único que crecía eran más y más edificios de cemento: grises o de color amarillo pálido, blanco sucio o del color rosa de una rosa marchita. En vez de lagos y bosques como los que rodeaban Sentein, alrededor de la ciudad de laura lo más verde que se podía encontrar eran los setos medio muertos que separaban los carriles de la autopista. Y no podía encontrarse agua ni en las fuentes públicas… la sequía había hecho mella.

Pensar en Laura allí le preocupa. La echa de menos y la desea a su lado. Empieza a meditar un plan. La irá a buscar. Pedirá tres días de fiesta en el trabajo y se irá al país vecino en busca de lo único que le falta para ser feliz. Aparecerá ante Laura, en medio del cemento gris haciendo promesas de un verde vivo. Será algo muy romántico, le llevará flores de los bosques de Sentein y agua de los lagos en una botellita. Le dirá que todo será para ella si le acompaña, le prometerá besos cada mañana y cantos de pájaros en las ventanas.
De pronto Daniel deja de imaginar la declaración perfecta. Toma otro punto de vista. Daniel decide que será mejor secuestrarla. Es una mujer de ciudad, independiente y fuerte, quizá no le van los cursis que se arrodillan prometiendo un final feliz que nunca va a ser verdad. Querrá algo más duro. Él puede ser duro y tosco. La secuestrará y la traerá a su casita, después de hacerle el amor con el desespero del condenado a muerte, ella no querrá marcharse jamás. Más que un secuestro, en realidad será un rescate, tiene que rescatarla de los bosques de cemento y los ríos de autopistas y traerla a los bosques de hadas que rodean Sentein.
Pero de golpe Daniel siente pánico. No puede bajar y pedirle que se case con él ni puede secuestrarla… no, mejor no hacer nada. Siente pánico ante la posibilidad de que ella no esté dispuesta a dejar de mirar a través de sus ventanas de aluminio cerradas para evitar el ruido. O peor aun… ¿y si él le dice lo que siente y ella le pide que se traslade a vivir a la ciudad? Daniel moriría sin sus altos árboles torcidos. No. No va a hacer nada. Esperará al verano siguiente para volver a disfrutar de su fugaz sueño de verano.

Suena el teléfono en casa de Daniel.
- Salut Dani! J’ai reçú ton e-mail. (risas) ¿Has visto como ha mejorado mi francés? Estoy haciendo un intensivo. ¿Qué tal estas? Acabo de ver tu mensaje. ¿Sabes? Me apetece verte… ¿que te parece si subo en Navidad a Sentein? Hecho de menos el aire que respiro allí. Decidido. Esta Navidad subo a verte.

El agujero

Cada tarde, tres cuartos de hora después de acabar en su primer trabajo, Cristina salía de casa para acudir a su segundo trabajo. Lo hacia a la hora en que los niños vuelven del colegio o, como es costumbre en estos días, la hora en que empiezan los niños sus extraescolares, tendencia de esta sociedad que de bien pequeños enseña a sus ciudadanos a ser seres muy ocupados y sin tiempo para nada. Puede que el niño con que se cruzaba cada día, antes de llegar a la segunda esquina calle arriba, tuviera más suerte. Siempre volvía del colegio con su madre y la boca llena de chocolate.
Pero volvamos a Cristina, que, como había tomado por costumbre últimamente, avanzaba balanceando sus caderas de forma un poco exagerada. Giró en la misma esquina de siempre en dirección a la calle principal del pueblo, pocas veces decidía llegar a ella tomando otra esquina. Miró de reojo al frutero que regentaba la tienda pocos pasos más allá. Por mucho que se fijara en él, seguía despertándole la misma curiosidad, con su bigote, altura y espaldas de soldado ruso de principios de siglo. Llegó a la calle principal y agitó su pelo de la misma forma que lo hacia cada vez que pasaba delante de la heladería, y un día mas los camareros se fijaron en ella. Y caminó mas, calle arriba, pasando ante los mismos escaparates que había visto el día anterior y su anterior y su anterior, y así hasta llegar al punto de que, aunque en estos hubiera cambios, ella no los veía, ya nos les prestaba atención.
Le podría haber pasado lo mismo con todos los elementos y las calles que recorría de camino a su segundo trabajo: el niño, el frutero ruso, la heladería, los escaparates, la plaza del ayuntamiento, el paseo en obras… Podría haber pasado ante el vendedor de flores con la indiferencia que provoca la costumbre. Podía haber bebido en la fuente como lo hacia a menudo antes de entrar a la oficina. Pero no lo hizo. No pudo llegar a pasar ante el vendedor de flores ni pudo beber de la fuente. Antes de eso la paralizó ver que en la plaza del ayuntamiento ya no había ayuntamiento. En su lugar un agujero inmenso llamaba la atención de muchos de los que pasaban por allí. Debería haber habido bomberos, policía… debería haber encontrado un camino mucho más cambiado y alterado por la noticia del agujero. Pero no era así, todo en su rutina se había cumplido… simplemente un agujero enorme ocupaba el lugar del ayuntamiento. Sorprendida por el descubrimiento dejó de prestar atención a sus caderas, y dejó de balancearlas en exceso. Se acercó al agujero y asomó su mirada sobre el borde… no podía ver el final. Era un hueco tan grande que cabria un edificio en él. De hecho empezó a imaginar que el ayuntamiento hubiera desaparecido tragado por el hueco. No. Eso era imposible. El vacío, que parecía infinito, empezó a atraerla enormemente. Seguramente era peligroso quedarse al borde del agujero. Pero la atracción era cada vez más fuerte y más incomprensible. ¿Por qué quería quedarse allí ante aquello que era nada?
Ella se olvidó de ir a trabajar, se olvidó de la llamada que atendía día tras día en la oficina, se olvidó del café que compartía cada tarde con aquél compañero al que en realidad no soportaba.
Se olvidó porque las oportunidades que ofrecía lo desconocido la atraían mucho más. El agujero era un vacío por rellenar, un mundo que construir a su antojo, en el que podría convertir al frutero en soldado y descubrir nuevos caminos y nuevas rutas. La atracción crecía. El agujero la atrajo hasta que lo deseó como nunca había deseado a un hombre.
Decidió cambiar la pauta por la hoja en blanco.
Y se lanzó. Al vacío.